domingo, 13 de septiembre de 2009

La vida muriendo...

El cabello grisáceo y volátil se confundía con el humo del cigarro que Gregorio había consumido desde hace horas. Su mirada se perdía en la niebla del tabaco y sus labios apenas si eran visibles. Escribía con manos pesadas, en ciertos momentos tomaba la forma de la máquina de escribir y en cada bocanada exhalaba palabras.

- Yo me sentí muerto desde que estuve en el vientre de mi madre. Nací con duda. Manoteaba placenta intentando encontrar en mis golpes pequeñas respuestas pero en ellas siempre encontré el dolor de mi madre. Mi padre jamás existió, lo supe desde el primer momento en que me depositó en el cuerpo esquelético de mi madre. Una vez estando dentro de mi vientre me di a la tarea de llamar padre a cualquier palabra mencionada por mi madre. Así que para cuando nací yo ya había tenido al rededor de 98 padres. Para mí era posible haber nacido de una manzana, un brocoli, un grano de elote e inclusive de algún vino que mi madre saboreaba con culpa de vez en cuando. Cualquier cosa introducida en el vientre de mi madre se transformaba en la imagen de un padre.

El sonido de la máquina de escribir creaba melodías pero Gregorio no se percataba de ello. Escribía hasta convertirse en letra. Como un tren de vapor fumaba y recorría sus recuerdos haciendo paradas en donde más le apetecía.

- ¡Gregorio, ve a jugar con los niños!-, siempre aborrecí esa frase de mi madre. Los domingos para mí siempre fueron un dolor de cabeza. Les ponía cualquier nombre pero la simpleza del día siempre me recordaba su verdadera identidad. Yo nunca quise jugar, constantemente tenía la sensación de que moriría muy pronto. No me quedaba tiempo para nada, mucho menos para jugar, debía pensar en la perfección del último día.

Siempre escuché decir a la abuela que los hombres deben dejar todo listo antes de morir. Ella era tan parecida a las paredes de mi habitación, agrietada y antigua, callada y solitaria. A veces cuando dormitaba tranquilo sentía que dormía dentro de la abuela, pero mis fantasías siempre eran interrumpidas por mi preocupación prematura. Moriré pronto, ¿qué es lo que debo dejar arreglado?

Gregorio interrumpió su escritura, miró al techo y suspiró tabaco. Tocó el humo del cigarro y sintió la fragilidad del universo, pensó en la similitud del rompimiento del humo con el de su propia alma. Fugaz y mortal.

- ¡Apaga el cigarro! Exigió Lucrecia – mi amante favorita-. Tenía dientes enormes como los de una montaña nevada y solitaria. Era flaca como mi madre y tenía el vientre abultado. A veces sentía que caminaba dentro de ella mientras hacíamos el amor, yo diminuto y ella gigantesca, me comía. Carecía de gracia pero siempre me conmovió su fortaleza. Lucrecia era mi causalidad, el mundo entero trabajaba para nuestro futuro encuentro. Si abría mis ojos allí estaba ella – y no necesariamente en cuerpo presente- sólo estaba, acariciando mi tiempo y mi nostalgia. Durante mucho tiempo olvidé mi próxima muerte, Lucrecia siempre creyó en mis predicciones, tal vez no como a mí me hubiera gustado por que nunca me ayudó a descifrar que es lo que debía dejar arreglado. Insistía en que mi alma jamás había crecido, era fetal, mientras que la de ella era antigua, incluso más antigua que mi habitación. Lucrecia murió dos días antes de que mi idea por la muerte contigua se convirtiera en una verdadera obsesión. Los dos últimos días debieron ser intensos para Lucrecia, yo lloraba por asesinar mi obsesión y ella por no escuchar a mi voz confesar mis sentimientos hacia ella. ¿Cómo podía decirle que la amaba si jamás me enseñaron a hacerlo? Cuando la vi partir me di cuenta que no era necesario una instrucción para ello.

- Te amo, dijo Gregorio al aire, como pensando que el aire llevaba el nombre de Lucrecia. Demasiado tarde, se arrepintió y volvió una vez más a introducirse en sus escritos.

Esta vez su tren de vapor se detuvo afuera de un edificio gastado y cansado.

- Semanas más tarde de la muerte de Lucrecia nos mudamos, - mi cuerpo, mi obsesión y mi tiempo- a un cuarto pequeño y oscuro. La oscuridad me daba la oportunidad de planificar con calma mi final. Tenía poco dinero, lo necesario para fumar, beber y comer. ¿A quién debía heredarle mis recuerdos? Era todo lo que tenía, ya ni siquiera a Lucrecia, ella me había heredado los suyos. Los guardaba en una maleta agotada, ni siquiera ella los quería. ¿Quién quería tenerlos? Guardé también en ella mi tiempo y mi obsesión. Busqué a mi madre para dejársela tras mi partida, pero lo único que quedaba de ella y de mi abuela era su semejante vejez con la casa de mi infancia, se habían consumido. Ahora me sentía solo y muerto. Absurdo cuerpo sin motivos.

-¿Qué había hecho en toda mi vida? Morirme siempre al día anterior o al día siguiente. Amé y jugué, hice todo pero muerto en vida. Nací con duda y moriré con ella. Nunca supe si nací muerto o si viví muriendo...

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